Hermanas y Hermanos:
Estamos agradecidos del Señor que nos permite congregarnos para esta celebración. A pesar de la premura, hemos podido venir a despedir con esta Santa Eucaristía al querido Papa Emérito Benedicto XVI.
Basta mirar nuestra asamblea para saber la importancia de este encuentro: El Sr. Nuncio Apostólico de Su Santidad el Papa Francisco; Mons. Francisco Ozoria —en cuya casa estamos— Arzobispo de esta Arquidiócesis de Santo Domingo; la Conferencia del Episcopado Dominicano en pleno; un nutrido grupo de presbíteros; consagrados y consagradas; el magnífico coro; personalidades y fieles que han tenido a bien acompañarnos en esta celebración.
Celebrar la Eucaristía es siempre un momento cumbre para nuestra fe, pero hoy —además— queremos unirnos especialmente a la Iglesia universal y a nuestro propio pueblo; por eso me alegro al saber que tantas personas nos acompañan a través de los diversos medios que llevan a sus hogares o a sus manos esta celebración. Porque no se trata solo de nosotros, sino de una multitud de fieles que en todo el mundo exulta y glorifica al Señor, y también eleva sufragios por el alma del Papa Benedicto XVI.
Mi pensamiento se dirige a todas las personas que en tan diversos medios han expresado su admiración y afecto hacia el Papa Benedicto, incluso en lugares poco notables y apartados. Queremos, humildemente, unirnos desde aquí a esa multitud incontable. Piénsese, por ejemplo, en todos los que han pasado por la Basílica de San Pedro, en Roma, a dar su último adiós al Papa fallecido. El elevado número ha rebasado con creces todos los pronósticos emitidos al respecto.
Quiero compartir algo, según el Señor me conceda, a propósito de esto tan hermoso, que es propio de nuestra fe. No me canso de repetir que me parece muy enaltecedor de nuestra Iglesia el hecho de que no abandonemos a nuestros difuntos. Hay creyentes y denominaciones que no se ocupan mucho de los que mueren, suponiendo que ya tienen todo arreglado con el Señor. Nosotros no nos confiamos excesivamente, sino que de forma solidaria acompañamos hasta después del paso de la muerte y la salida de este mundo a nuestros seres queridos. Eso es propio de nuestra fe, grandeza de nuestra Iglesia. No solamente de la fe católica, pero —sin duda— no de todo creyente.
Lo digo para que valoremos más este momento: se trate de un limosnero, del último fiel desconocido o del ilustrísimo y renombrado Papa Benedicto XVI, de quien sea que se trate, manifestamos hacia él la solidaridad de nuestra fe, acompañándolo en ese paso tremendo que el mismo Benedicto lo describió como el encuentro con el juez, pero el juez misericordioso. Nosotros, lo menos que podemos hacer como creyentes y como deudores de la obra realizada por él, es manifestar la cercanía en nuestra fe y de nuestro amor cristiano.
No se trata de la primera vez que lo encomendamos. Lo hicimos durante su agonía, según lo pidió el Papa Francisco; y luego, desde que supimos de su fallecimiento hemos estado ofreciendo sufragios por su descanso eterno. Y continuaremos orando.
Nos resuena un poco alguna frase de la Palabra proclamada en este día: “la vida de los justos está en manos del señor”, escuchamos en la primera lectura (Sabiduría 3, 1-6.9). En la segunda lectura del libro del Apocalipsis (14,13): “Dichosos los muertos”. Es algo paradójico, y el mundo no lo entenderá. El mundo tiene sus expresiones para el que se muere, y no las voy a decir aquí… Contradicen totalmente esto que afirma con toda autoridad la Palabra del Señor: “Dichosos los que mueren en el Señor”.
Dígame usted si el Papa Benedicto murió o no “en el Señor”… El papa Francisco afirmó: “Sólo Dios sabe cuánto sufrió”. Y también podríamos decir: sólo Dios sabe el bien que hizo a la Iglesia, desde su silencio orante. Solo Dios podrá valorar cabalmente la obra realizada por él, tanto en el ejercicio de su ministerio petrino como también en su oración apartada y silenciosa, por el bien de la iglesia.
El Papa Benedicto fue un creyente de una fe firme e ilustrada; apasionado de la verdad en tiempos turbulentos para la Iglesia. De ahí la citada expresión del Papa Francisco: “solo Dios sabe lo que sufrió”. Ahora agradecemos al Señor su paso por este mundo, su servicio a esta Iglesia de Dios, la cual formamos también nosotros.
Sin extenderme más de lo debido, les diré que personalmente tuve tres encuentros con el Papa Benedicto XVI. El primero, siendo él todavía Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe; fui a Roma a la visita ad límina y, con un pequeño grupo de hermanos obispos, visitamos al cardenal Ratzinger. Luego fui a la siguiente vista ad límina, y ya era él Sumo Pontífice. Tuve una entrevista personal con él.
Sorprendía ver a un hombre de una sapiencia tan extraordinaria, de una enjundia teológica indudable, reconocida por todo el mundo, y sin embargo, la contrastante humildad, la afabilidad en el trato.
A mí me conmovió. Y le dije —yo que soy bastante espontáneo— “Santo Padre, se dicen de usted muchas cosas malas por ahí… Y él me contestó con naturalidad: “Es parte de la cruz de Cristo”.
Lo dije como una manera de solidarizarme con él y demostrar, de algún modo, mi compasión; porque había unos ataques furibundos circulando por el mundo entero. Se decían horrores, como si se tratara de un ogro o de una bestia. Y sin embargo, quien se acercaba a él sentía la suavidad del trato. Cuando me encontré con él la tercera vez, fue ya el Sínodo de la Palabra en el año 2008. Fue un encuentro muy breve. Sin embargo, me reconoció. En el encuentro anterior me asombró su capacidad, pues al recibirme, sin tener un papel en la mano, me habló de cosas que yo escribí en el informe de la diócesis; le interesó el tema, me lo planteó, y conversamos brevemente.
Cuando yo regresé de esa visita ad límina, escribí una carta circular a la Diócesis de Baní, de la que yo era entonces obispo. Con eso no iba yo a aplacar la avalancha de negatividad que entonces imperaba, pero por lo menos me quedaba la satisfacción de hacer algo en el medio en que yo me desenvolvía. En dicha carta valoraba yo la presencia de él en la Iglesia e invitaba a orar para que él pudiera sobrellevar la carga.
La sobrellevó durante ocho años. Luego, como sabemos, se iría a orar en el silencio hasta los 95 años de edad en que el Señor lo llamó a su presencia. Su vida no fue como “la flor del campo” (Salmo 102, 8-18); de hecho es considerado uno de los Sumos Pontífices más longevos de la historia. Nos deja en herencia, entre otras cosas, la suavidad de su trato de pastor afable y su sólida doctrina.
Les invito a orar también por el Papa Francisco, que lleva la carga más pesada. Reforcemos y redoblemos nuestro amor a la Iglesia, para que nuestra entrega y la entereza de nuestro esfuerzo, contribuya en la medida de lo posible a la realización de esta obra maravillosa que nos encomienda el Señor.
Hoy nos regocijamos encomendando al Señor a este Siervo. No hay que apresurarse, pero algunos hablan ya libremente hasta de declarar Doctor de la Iglesia al Pontífice recién fallecido.
En el salmo responsorial escuchamos: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles”.
Cuando me ha tocado despedir de este mundo a un padre o una madre que han sabido sacrificarse por sus hijos, he dicho: Si aquí, en este mundo pecaminoso y lleno de calamidades han sabido cuidar de sus hijos, llegando incluso al heroísmo, cuánto más ahora en la presencia de Dios.
Si aplicamos lo dicho anteriormente al Papa Benedicto, quien —como un padre— se sacrificó por la Iglesia atendiendo a todos, viajando a muy diversos lugares del mundo, llevando el timón de la nave de Pedro, como ya he dicho, en tiempos turbulentos; orando por la Iglesia… Ahora que está en la presencia del Señor, ¿se olvidará de nosotros?
Más bien me atrevo a decirle: Santo Padre, tan pronto le sea posible, interceda por nosotros.
Que así sea.